miércoles, 1 de julio de 2009

Montessori: El permiso para experimentar la alegría de aprender por sí mismo

-Todos los niños tienen una “Mente absorbente”.
-Todos los niños pasan por “Periodos Sensibles”.
-Todos los niños quieren aprender.
-Todos los niños aprenden por medio del juego / trabajo.
-Todos los niños pasan por diversas etapas de desarrollo.
-Todos los niños quieren ser independientes.
La Dra. Maria Montessori sostenía que ningún ser humano puede ser educado por otra persona. Cada individuo tiene que hacer las cosas por si mismo, porque de otra forma nunca llegara a aprenderlas. Un individuo bien educado continua aprendiendo después de las horas y los años que pasa dentro de un salón de clase porque esta motivado interiormente por una curiosidad natural, además del amor al aprendizaje. La Dra. Maria Montessori pensó, por lo tanto, que la meta de la educción infantil no es llenar a los niños de datos académicos previamente seleccionados, sino cultivar un deseo natural de aprender. “Si es necesario impulsar una reforma en la educación, tal reforma debe basarse en los niños; ya no es suficiente estudiar a los grandes educadores del pasado como Rousseau, Pestalozzi y Froebel; esa época ya pasó. Me opongo a que se me llame la gran educadora del siglo, pues no he hecho más que estudiar a los niños, tomar lo que me han enseñado y expresarlo, y eso es lo que se llama Método Montessori. A lo sumo, lo que hice fue interpretar al niño. Mi experiencia se basa en cuarenta años de estudio, en los que me inicié con una investigación médica y psicológica de los niños con deficiencia mental para tratar de ayudarlos. Ellos resultaron ser capaces de tantas cosas cuando se los abordó desde el nuevo punto de vista de colaborar con su propio subconsciente, por lo cual se decidió ampliar los estudios a los niños normales y se crearon Hogares de Niños en algunos de los barrios más pobres de Roma para chicos mayores de tres años. La gente que iba a esos hogares se asombraba al ver a niños de cuatro años leyendo y escribiendo, y siempre le preguntaban a alguno: “¿Quién te enseñó a escribir?”, a lo que contestaban: “¿Qué? No me enseñó nadie, aprendí solo”. En la prensa no dejaban de hablar de esta “asimilación espontánea de cultura”, y los psicólogos estaban seguros de que se trataba de niños superdotados. Por un tiempo compartí esa idea, pero cuando amplié mis experimentos quedó demostrado que todos los niños tienen esa potencialidad, que se estaban desperdiciando los años más preciosos de la vida y obstaculizando el desarrollo por culpa de la idea falaz de que sólo es posible la educación a partir de los seis años. La lectura y la escritura son los aspectos fundamentales de la cultura, pues sin éstas sería imposible desarrollarse en otros ámbitos, pero ninguna de las dos es una facultad intrínseca a la naturaleza humana como lo es el lenguaje oral. En especial, la escritura es considerada por lo común una tarea tan árida que sólo se les enseña a los niños más grandes. Pero yo les di las letras del abecedario a chicos de cuatro, un experimento que ya había realizado con niños que tenían deficiencias mentales. Había descubierto que el simple hecho de mostrarles las letras todos los días y contrastarlas entre sí nos les causaba ninguna impresión; pero cuando hice tallar letras de madera para que pudieran pasar los dedos por sus huecos, las reconocieron de inmediato. Aun los chicos deficientes, después de algún tiempo, pudieron escribir un poco gracias a este sistema. Así descubría que el sentido del tacto tenía que ser fundamental para los niños que todavía no habían completado su desarrollo y fabriqué letras de formas simples para que las tocaran con las puntas de los dedos. Un fenómeno totalmente inesperado tuvo lugar cuando se les dio este tipo de ayuda a los niños normales. Se les mostraron las letras a mediados de setiembre y ese mismo año escribieron tarjetas navideñas: ¡increíble! Jamás se había soñado alcanzar tan rápidamente semejantes resultados. Después los niños comenzaron a hacer preguntas acerca de las letras y relacionaban cada una con un sonido determinado; parecían pequeñas máquinas que absorbían todo el abecedario, como si tuvieran en el cerebro un vacío que lo atrajera. Fue sorprendente, pero era fácil de explicar: las letras actuaban como un estímulo que ilustraba el lenguaje ya presente en la mente del niño y le servían ara analizar sus propias palabras. Cuando el niño sabía unas pocas letras y pensaba en cualquier palabra que incluyese sonidos distintos de los que él había aprendido a representar, era natural que preguntara por éstos. Sentía la necesidad de saber cada vez más y más, y andaba todo el tiempo deletreando para sí mismo las palabras que ya había aprendido a usar en su lenguaje oral. No importaba cuán largas o difíciles fueran, los chicos podían representar las palabras que les dictaba por primera vez la maestra con las letras de madera que estaban en los compartimientos de una caja especialmente preparada…”
(Educar para un nuevo mundo (1946).

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