martes, 2 de septiembre de 2014

¿La Escuela sin miedo?

 Por Luisa Pereira

Un abordaje a la Pedagogía según Rudolf Steiner

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Parece inevitable en nuestra civilización que la trayectoria escolar de una persona esté ligada al miedo. Conocemos las historias de “cuartos oscuros, de castigos físicos, de orejas de burro, de permanencia durante horas extraordinarias, etc., etc. Felizmente las sucesivas legislaciones han venido a refrenar esas medidas “pedagógicas”.
Entretanto el miedo no desaparece. Conocemos casos de crisis asmático-nerviosas, de vómitos, de diarreas, de insomnios, de tartamudeos, de violencia gratuita, de estados de apatía continuado. Con ayuda de los médicos y de los psicólogos, padres e hijos desorientados llegan a la conclusión de que frecuentemente la primera causa de ese desequilibrio psicosomático es la escuela.

 ¿La escuela?, ¿hoy en día? Si se analizan las escuelas, publicas o privadas, religiosas o laicas, estas presentan casi siempre un idéntico problema: hay profesores que se llevan muy bien con sus alumnos, y en ese caso las cosas discurren bien; hay otros que no tanto, y ahí no van tan bien. En realidad el MIEDO está presente en todas ellas. ¿Miedo de qué?
 Miedo de casi todos; de los exámenes, de las notas, del trabajo a entregar, de decepcionar a los padres o a los profesores, de dar el salto en el “plinto”, de ir a estudiar y montar e el autobús de la escuela, de escribir en el folio las reglas del voleibol, de no tener pareja en el colegio, de no ser escogido para el equipo en un torneo, de ser llamado a la dirección, de no acertar con las fórmulas químicas, de los alumnos de cursos superiores, de los juegos en el patio, del profesor de matemáticas, de VIVIR.
La mayoría de estos miedos vienen de la consciencia que tiene el niño de que, cuando sea evaluado, no obtenga aquellos misteriosos objetivos mínimos que él supuestamente debe conseguir, y que le fueron expresamente explicados al inicio del curso. A partir de ese momento el niño perdió su inocencia en la espontaneidad de preguntar y aprender: él sabe que todo lo que diga, haga y muestre es con vistas a la evaluación y pasa a estar envuelto en una atmósfera de miedo difuso. El castigo, antes exterior, se interioriza, agrediendo ahora al niño en sus sistemas orgánicos. Ya no le duelen las manos o las nalgas: él se tornó asmático o sufre vómitos frecuentes.
 Tenemos que reelaborar toda la concepción de escuela y de la praxis pedagógica, incluyendo el concepto de evaluación, y por qué  ella existe.

La pedagogía Waldorf
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 En 1919, Rudolf Steiner, ingeniero austriaco, posteriormente doctorado en filosofía, fundó en Stutgart (Alemania), la primera escuela libre, ligada a la fábrica de cigarros Waldof-Astoria. Los alumnos eran hijos de obreros, de directivos y también de padres ajenos a la fábrica, que optaban por la pedagogía allí seguida, basada en el estudio profundo del Conocimiento de la Naturaleza Humana. Actualmente son más de 500 escuelas repartidas por todo el mundo.
 De acuerdo a su concepción, el Hombre es un ser físico, anímico y espiritual, cuyo desenvolvimiento se desarrolla en fases, cada una de ellas con necesidades particulares. Estas fases exigen una práctica pedagógica adecuada, que solo es posible conseguir a través del estudio de la Naturaleza Humana.
 Así, durante los primeros siete años de vida el niño va completando (metamorfoseando) sus órganos vitales, hasta que alcanzan su forma definitiva, más o menos en la edad de entrada a la escuela. En este primer septenio se entrega desprotegido y confiado al cuidado de terceros, normalmente los padres, de quienes va recibiendo amor y cariño, aunque también modelos y orientaciones de vida. En esta fase el niño aprende por imitación: exterior, en lo que se refiere a los gestos de todos los días, a las actividades básicas de higiene, alimentación, vestido, caminar, hablar; e interior, porque en el niño se da inconscientemente la imitación de la cualidad de los estados del alma del adulto con quien convive y aprende a pensar.
 El niño siente (presiente) la alegría o la angustia, la honestidad o la hipocresía, el amor o la indiferencia. Todo el medio envolvente está en comunicación “no filtrada” con el alma infantil, que se le entrega plena de confianza. Todas las vivencias –y su cualidad- penetran en el niño actuando sobre el proceso de metamorfosis de sus órganos. De ahí que determinadas emociones vividas en ese periodo se manifiesten mucho más tarde, ya en la madurez, como son enfermedades orgánicas crónicas más o menos graves. Si, por ejemplo, el ambiente en que creció fue saludable y sin mezquindad, con personas tendentes al bien, es probable que disponga de una constitución orgánica robusta y saludable.
 Es evidente que muchos otros factores pueden influenciar o determinar estados de debilidad físicas, aunque eso no invalida, sino refuerza la necesidad de proporcionar al niño hasta los siete años una atmósfera familiar y social (jardín de infancia) que le permita completar una formación saludable de sus órganos, base para toda su vida. Para ello es necesario que todos los sentidos sean estimulados naturalmente, por lo que se debe cuidar de las cualidades del sonido, del color, de los materiales, de la alimentación y del calor. Este cuidado, más allá de mimar establece cimientos para el futuro, fortaleciéndole la VOLUNTAD. El cotidiano día a día en el jardín de infancia, reproduciendo tanto como sea posible una gran familia, con su ritmo natural de trabajar y jugar, con las historias que los abuelos cuentan a sus nietos, constituye el ambiente propicio para el desenvolvimiento feliz del niño.
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 Cuando se alcanza la edad de 7 años y se ingresa en la escuela, (la tendencia actual es de precocidad, con los peligros que cualquier precocidad contra-natura puede traer consigo), la mayoría de las fuerzas vitales que se aplicaban a su organismo quedan disponibles y pueden ser asignadas a un aprendizaje sistemático. La imitación, aunque actuante (subsistirá hasta el final de la vida), va perdiendo relevancia, y lo que se torna ahora importante es el deseo de admirar, de venerar a alguien que le revele el mundo exterior. El niño hace mucho que se apercibió de su existencia, aunque no se le entrega incondicionalmente como antes. Ahora él se recoge frecuentemente en su mundo interior y precisa de un mediador en quien pueda confiar, como antes confió en su medio envolvente. Ese mediador querido (en el sentido de querer y amar), para quien el niño eleva todo su ser interior en un acto de veneración genuina, será a ser posible el profesor –aquél que le muestra la belleza del mundo ante sí-.
       Cuando esto es conseguido el deseo espontáneo de aprender es alimentado por el sentido de lo  bello descubierto en cada aspecto del mundo. Cabe  al profesor despertar en el alumno el sentido artístico practicando globalmente los aprendizajes necesarios. Y una vez más no se trata solo de actividades exterior: el pintar, modelar, tocar música, satisfacerse de una actitud interior de mirar, oír, ver, escuchar –de sentir-. Y es en esta fase en que se desenvuelve el SENTIR, a través de la belleza del sonido de la palabra y la frase; de la belleza de las letras y de la belleza en verdad de los números; de la belleza del insecto, del árbol, de la lluvia y de la arena. Por amor al profesor, por lo que de bello él le transmite del mundo exterior, el alumno se esfuerza en hacer bien todo lo que le es propuesto. Lo hace al principio por el profesor, aprendiendo gradualmente a amar ese mundo; progresivamente pasará a esforzarse por la cosa en sí, porque vale la pena. Una vez más es aquí necesario crear un ambiente –en la escuela- que no contradiga la sensibilidad que despierta y se desenvuelve. El aula adquiere una enorme importancia: el color, la luz, los dibujos y pinturas, todo lo que envuelve al alumno puede hablarle de belleza o de fealdad. Las materias se presentarán de forma artística para evitar el desencanto y el peligro del desinterés o hasta la perversidad. Es conveniente trabajar los cuentos, las leyendas y fábulas, extractos del Antiguo Testamento, mitos o sagas de otros pueblos y biografías significativas, dándole la imagen del Hombre y su Historia, entre el bien y el mal.
      
       En el tercer septenio el raciocinio que ya se va desenvolviendo  gana nuevas dimensiones y el joven entra en la fase de formulación de juicios fundamentados. Él dispone ahora de fuerzas de PENSAMIENTO para penetrar la verdad del mundo con sus capacidades intelectuales y manuales: ciencias naturales y sociales, filosofía, artes, tecnologías. Indaga a través del especialista el porqué de los fenómenos y de sus leyes, ya naturales o sociales. Ansía intervenir en ese mundo real y, más allá de las clases teóricas y prácticas, participa en granjas de agricultura, en fabricas e instituciones sociales (infantiles, de salud, de 3ª edad, etc.) donde toma contacto con el área de trabajo en que posiblemente se convertirá de profesional, aunque principalmente tiene la oportunidad de conocer aquellas en que no trabajará, ¡lo que es de extrema importancia!
       Del Primer al Octavo año el profesor enseña al cuerpo central de las disciplinas curriculares, fijando las específicas a la responsabilidad de profesores propios: euritmia, música, educación física, lenguas extranjeras y talleres. Durante este periodo el profesor puede acompañar individualmente a los alumnos y conocer a sus familias. Las memorias anuales de evaluación no son nunca clasificativas, sino descripciones del recorrido efectuado y orientadores para el futuro próximo. Son de una gran intimidad, trasmitiendo al alumno la confianza de ser conocido profundamente por el profesor y dándole seguridad en cuestiones sobre el camino a seguir.
      
       Del Noveno al Décimo segundo año todas las materias son enseñadas por profesores especializados. Esta fase el interés es objetivo y solo aquel que es adecuado en la respectiva área implementándose de acuerdo con el joven. La evaluación cualitativa puede comenzar a presentar indicadores clarificativos, principalmente para los que se preparan para ingresar en la enseñanza superior, sujetándose voluntariamente a las respectivas pruebas de acceso. Aquí el examen es inherente al camino por el que se optó –estudios superiores- y si, muy legítimamente, el miedo está presente, es un miedo concreto, preciso, dominable por el individuo.

La llamada de la libertad.
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 Llegado al fin de la escolaridad, alrededor de los 18 años, todos los alumnos tendrán la oportunidad de conocer y ejercitar las áreas teóricas y prácticas que los habilitarán para escoger inmensas posibilidades profesionales: de ebanista a arquitecto, de orfebre a médico, de jardinero a músico, de electricista a abogado, la lista es casi infinita. No es raro que un joven, después de haber superado los exámenes de acceso a la universidad, opte a continuación por una profesión manual. En la escuela se le transmitió el sentido de dignidad de CUALQUIER área del trabajo humano, y si bien perteneciente a una sociedad de discurso diferente, frecuentemente encuentra en sí la fuerza individual para seguir una profesión que le de felicidad y realización personal, normalmente ligada a la estética o lo social.
 Habiendo desarrollado un programa curricular adecuado a cada fase de su desenvolvimiento, puede adquirir confianza en sus capacidades y estará preparado para enfrentar como joven adulto a lo largo de la vida los desafíos que esta le presente. El miedo surgirá siempre y de nuevo, puntual, objetivo aunque la autoconfianza le permitirá controlarlo, superarlo y muy posiblemente, solucionarlo.
 Las escuelas Waldorf siguen una pedagogía para la libertad –y ¿Qué es la libertad, sino la liberación de los miedos que aprisionan al Hombre y lo compelen a tomar actitudes erradas contra la Naturaleza, contra los otros y contra sí mismo?-.
Luisa Pereira
Licenciada en Historia, Profesora de Enseñanza Secundaria;
Formada en la Escuela Libre Antroposófica de Mannheim, en Alemania.
Extraido de: www.revistabiosofia.com