La maternidad representaba una preocupación para los médicos desde la segunda mitad del siglo XIX. Higiene, tranquilidad y reposo aseguraban una gestación plácida y un parto seguro y dichoso
IMANOL VILLA/BILBAO
En la segunda mitad del siglo XIX, la prevención era la pieza clave que buena parte de la clase médica utilizó para combatir las enfermedades infecto-contagiosas. La limpieza y buena ventilación de los hogares, el aseo personal, la dotación de agua corriente en todas las viviendas, la vida sana y una alimentación equilibrada y saludable, formaron parte de toda una batería de recomendaciones que los llamados higienistas lanzaron sobre las sociedades urbanas de aquella época decimonónica. La adquisición y asunción progresiva de las pautas básicas de higiene hicieron posible, no sólo el control de muchas enfermedades, sino que también ayudaron a disminuir las tasas de mortalidad en los países industrializados.
Para la citada corriente médica todos los aspectos de la vida de las personas eran objeto de estudio e intervención aunque, indudablemente, hacían hincapié en etapas consideradas fundamentales para conseguir un estado de salud óptimo. En este sentido, el embarazo y los primeros meses de vida del niño fueron considerados por los higienistas como una fase clave para el desarrollo saludable de las personas. No en vano, el que fuera cirujano mayor del Hospital Civil de Bilbao, José Gil y Fresno, señaló, en su libro Higiene física y moral del bilbaíno (1871), que la «preñez es el estado más importante de la mujer; la naturaleza lo ha combinado de modo tal que todo el tiempo de su duración no padece la mujer serias indisposiciones que contrarían la marcha de esta importante función».
No obstante, y a pesar de que para la mayoría de mujeres el estado de buena esperanza les hacía florecer, convenía, a juicio del doctor Gil y Fresno, que se tomaran una serie de precauciones. Así se aconsejaba que las embarazadas vivieran con el mayor cuidado posible, que evitasen las emociones fuertes, los disgustos, los deseos violentos y las «sacudidas morales». Obviamente, se les pedía que durante el embarazo no visitasen a enfermos con fiebres tifoideas, viruela, etc. Debían extremar al máximo las medidas de higiene para evitar que el niño tuviera una predisposición a padecer procesos escrofulosos y/o tuberculosos.
Emociones fuertes
Lo mejor para ese estado de preñez era la vida activa y el ejercicio moderado. Todo eso contribuía a que la mujer se sintiera ligera y tuviera un parto feliz sin contratiempos de ningún tipo. Además, se aseguraba que una vida ordenada evitaba los «vómitos incohercibles y los abortos tan frecuentes en las mujeres ociosas del gran mundo».
Pero no todo eran buenas prácticas higiénicas y preventivas. Era importante también acabar con antiguas creencias y supuestos, la mayoría infundados, que habían pasado de generación en generación y que hacían más mal que bien. Una de aquellas «verdades» populares era la que establecía que una embarazada debía de comer por dos. Craso error. Se había demostrado que la supresión de la menstruación durante la gestación bastaba para, con el aporte calórico normal de la mujer, cubrir las necesidades del feto.
Otra absurda creencia, muy extendida entre las gentes llegadas de los pueblos, era la que señalaba que sobre la piel del niño se marcaban todas las figuras de los objetos que hubieran impresionado sobremanera a la madre. Era una patraña sin fundamento alguno que contradecía peligrosamente el buen sentido. Evidentemente, las embarazadas debían evitar las emociones fuertes o los momentos de pasión descontrolada, pero no porque eso fuera a sellar para siempre la piel del niño, sino porque podía tener influencias negativas en la marcha normal de la gestación.
El momento culminante de este proceso era el parto. Era el desenlace esperado, además de ser el instante más doloroso, para la mujer. Sobre esta cuestión el doctor Gil y Fresno se dejó llevar por la espontaneidad y señaló: «¡Felices las que gozan de una buena conformación de pelvis para poder completar el momento supremo de esta función!». Ni que decir tiene lo mal que pintaba entonces para las estrechas de caderas. Era costumbre extendida que a las mujeres que se encontraban en plena fase de dilatación antes del parto, se les suministrara café o vino para ayudarlas a sobrellevar tan doloroso trance. Sin embargo, los citados remedios no servían para nada. A lo sumo, perjudicaban el proceso. Lo más que se podía administrar a una parturienta era un poco de caldo, silencio y descanso.
Una vez producido el parto, se recomendada colocar a la mujer en una habitación espaciosa, soleada, bien ventilada, de temperatura agradable, con muy poca humedad y sin olores fuertes. La cama debería de estar muy limpia y la recién parida habría de cuidar al máximo su higiene. De esa manera, con mucha tranquilidad por algunos días, se aseguraba que el bajo vientre volvía a adquirir su resorte natural. Y es que no eran pocos los casos en los que, por no seguir estos consejos, la piel quedaba fofa y se producían ulceraciones en la matriz.
También era muy habitual que, a los pocos días de dar a luz, muchas mujeres, llevadas por «un sentimiento religioso, natural y digno de respetarse», fueran a la iglesia el primer día que salían a la calle. Sin embargo, por muy piadosa que fuera esta costumbre -y hasta pudiera pensarse que milagrosa-, no era para nada higiénica. Las iglesias eran locales húmedos, fríos y poco ventilados, es decir, los lugares perfectos para contraer cualquier mal. Antes de oír misa, los médicos recomendaban aire limpio y puro.
Indudablemente todos aquellos consejos ayudaron a elevar la calidad de los embarazos y de los partos, además de acelerar la recuperación de las madres bilbaínas de finales del siglo XIX. No obstante, no se ha de olvidar que una buena parte de las embarazadas pertenecían a una clase obrera que habitaba zonas más bien insalubres, viviendas pequeñas, muchas veces hacinadas, y donde las necesidades vitales impedían que una recién parida descansase los días posteriores al parto para recuperar su figura y su vientre plano.
IMANOL VILLA/BILBAO
En la segunda mitad del siglo XIX, la prevención era la pieza clave que buena parte de la clase médica utilizó para combatir las enfermedades infecto-contagiosas. La limpieza y buena ventilación de los hogares, el aseo personal, la dotación de agua corriente en todas las viviendas, la vida sana y una alimentación equilibrada y saludable, formaron parte de toda una batería de recomendaciones que los llamados higienistas lanzaron sobre las sociedades urbanas de aquella época decimonónica. La adquisición y asunción progresiva de las pautas básicas de higiene hicieron posible, no sólo el control de muchas enfermedades, sino que también ayudaron a disminuir las tasas de mortalidad en los países industrializados.
Para la citada corriente médica todos los aspectos de la vida de las personas eran objeto de estudio e intervención aunque, indudablemente, hacían hincapié en etapas consideradas fundamentales para conseguir un estado de salud óptimo. En este sentido, el embarazo y los primeros meses de vida del niño fueron considerados por los higienistas como una fase clave para el desarrollo saludable de las personas. No en vano, el que fuera cirujano mayor del Hospital Civil de Bilbao, José Gil y Fresno, señaló, en su libro Higiene física y moral del bilbaíno (1871), que la «preñez es el estado más importante de la mujer; la naturaleza lo ha combinado de modo tal que todo el tiempo de su duración no padece la mujer serias indisposiciones que contrarían la marcha de esta importante función».
No obstante, y a pesar de que para la mayoría de mujeres el estado de buena esperanza les hacía florecer, convenía, a juicio del doctor Gil y Fresno, que se tomaran una serie de precauciones. Así se aconsejaba que las embarazadas vivieran con el mayor cuidado posible, que evitasen las emociones fuertes, los disgustos, los deseos violentos y las «sacudidas morales». Obviamente, se les pedía que durante el embarazo no visitasen a enfermos con fiebres tifoideas, viruela, etc. Debían extremar al máximo las medidas de higiene para evitar que el niño tuviera una predisposición a padecer procesos escrofulosos y/o tuberculosos.
Emociones fuertes
Lo mejor para ese estado de preñez era la vida activa y el ejercicio moderado. Todo eso contribuía a que la mujer se sintiera ligera y tuviera un parto feliz sin contratiempos de ningún tipo. Además, se aseguraba que una vida ordenada evitaba los «vómitos incohercibles y los abortos tan frecuentes en las mujeres ociosas del gran mundo».
Pero no todo eran buenas prácticas higiénicas y preventivas. Era importante también acabar con antiguas creencias y supuestos, la mayoría infundados, que habían pasado de generación en generación y que hacían más mal que bien. Una de aquellas «verdades» populares era la que establecía que una embarazada debía de comer por dos. Craso error. Se había demostrado que la supresión de la menstruación durante la gestación bastaba para, con el aporte calórico normal de la mujer, cubrir las necesidades del feto.
Otra absurda creencia, muy extendida entre las gentes llegadas de los pueblos, era la que señalaba que sobre la piel del niño se marcaban todas las figuras de los objetos que hubieran impresionado sobremanera a la madre. Era una patraña sin fundamento alguno que contradecía peligrosamente el buen sentido. Evidentemente, las embarazadas debían evitar las emociones fuertes o los momentos de pasión descontrolada, pero no porque eso fuera a sellar para siempre la piel del niño, sino porque podía tener influencias negativas en la marcha normal de la gestación.
El momento culminante de este proceso era el parto. Era el desenlace esperado, además de ser el instante más doloroso, para la mujer. Sobre esta cuestión el doctor Gil y Fresno se dejó llevar por la espontaneidad y señaló: «¡Felices las que gozan de una buena conformación de pelvis para poder completar el momento supremo de esta función!». Ni que decir tiene lo mal que pintaba entonces para las estrechas de caderas. Era costumbre extendida que a las mujeres que se encontraban en plena fase de dilatación antes del parto, se les suministrara café o vino para ayudarlas a sobrellevar tan doloroso trance. Sin embargo, los citados remedios no servían para nada. A lo sumo, perjudicaban el proceso. Lo más que se podía administrar a una parturienta era un poco de caldo, silencio y descanso.
Una vez producido el parto, se recomendada colocar a la mujer en una habitación espaciosa, soleada, bien ventilada, de temperatura agradable, con muy poca humedad y sin olores fuertes. La cama debería de estar muy limpia y la recién parida habría de cuidar al máximo su higiene. De esa manera, con mucha tranquilidad por algunos días, se aseguraba que el bajo vientre volvía a adquirir su resorte natural. Y es que no eran pocos los casos en los que, por no seguir estos consejos, la piel quedaba fofa y se producían ulceraciones en la matriz.
También era muy habitual que, a los pocos días de dar a luz, muchas mujeres, llevadas por «un sentimiento religioso, natural y digno de respetarse», fueran a la iglesia el primer día que salían a la calle. Sin embargo, por muy piadosa que fuera esta costumbre -y hasta pudiera pensarse que milagrosa-, no era para nada higiénica. Las iglesias eran locales húmedos, fríos y poco ventilados, es decir, los lugares perfectos para contraer cualquier mal. Antes de oír misa, los médicos recomendaban aire limpio y puro.
Indudablemente todos aquellos consejos ayudaron a elevar la calidad de los embarazos y de los partos, además de acelerar la recuperación de las madres bilbaínas de finales del siglo XIX. No obstante, no se ha de olvidar que una buena parte de las embarazadas pertenecían a una clase obrera que habitaba zonas más bien insalubres, viviendas pequeñas, muchas veces hacinadas, y donde las necesidades vitales impedían que una recién parida descansase los días posteriores al parto para recuperar su figura y su vientre plano.
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